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. Fuera la camisa dijo él, y cuando ella lo miró muy ofendida : No seas tonta, niña.¡Desvístete, digo! Nome interesa tu cuerpo en este momento.Te trato exactamente como me pides que te trate, y no tengo pacienciacon los melindrosos.Ella se dio la vuelta cuidadosamente y trató de quitarse la camisa por los hombros con una mueca.El brazo nisiquiera pudo con eso.Él dejó la olla, le levantó la camisa y le hundió la cabeza en el jergón, después sacó un paño humeante y lo pusosobre la espalda desnuda. ¡Ay! aulló ella. ¿Caliente?Ella murmuró algo.Él sacó el resto de los paños, uno por uno; empezó por los hombros, los envolvió en tela engrasada, alrededor delas coyunturas, y después el cuello y las manos; y puso trapos secos por encima y después una manta paramantener el calor. Hice una olla de esto dijo él.Puedes tirar los paños ahí por la mañana.Los herviremos mañana por lanoche. La palmeó en la espalda bien cubierta y cuidada.Y no te preocupes por tu virtud.Ese olor puedematar el deseo de un chivo.Las astillas volaban por el aire, los golpes del hacha dejaban sentir sus ecos en las montañas orladas de fuego.Era tiempo de asegurarse de que la pila de leña estuviera lista para los fríos.Shoka echó dos árboles abajo y lesquitó las ramas, Jiro arrastró los troncos para sacarlos del bosque, y después, Shoka dijo, dándole el hacha aTaizu: Esto es lo mismo que el palo de madera en el árbol.Excelente para los hombros.Ella nunca se quejaba por el trabajo que él le daba.Atacó los troncos como había atacado el ejercicio.Ahora elcabello le llegaba a los hombros.Rebosaba salud.La herida sólo se ponía brillante cuando la bañaba el sudor, yél la observaba, bajo el sol, con los colores del otoño insinuándose en los arbustos, pensando en cómo laabundancia de comida y el sol y el trabajo saludable habían puesto un resplandor especial sobre ese rostro,habían llenado sus miembros, habían dado fuerza y gracia a sus movimientos.Si sonriera alguna vez, pensó, si pudiera sacarle una sonrisa o siquiera un ataque de rabia, o un poco menos de suexagerado pudor.Pero: De acuerdo decía ella, fuera cual fuera la orden de él, siempre que mantuviera la distancia entre los dos.Pero lo había mirado de una forma extraña mientras él cortaba el segundo árbol, y cuando le había preguntadopor qué: Por nada, maestro Saukendar.Eso resultaba raro en ella, no era su reserva habitual, sino una reticencia hacia el exterior y en la cual él era larazón de sus pensamientos.Por primera vez en semanas, Shoka recordó sus viejas sospechas acerca de ella, y pensó en lo cómodo que sesentía a su lado, en la forma casual en que había llegado a confiar en ella cuando le daba la espalda.Lo estaba midiendo, considerando.Ésa era la mirada.Y él la atrapó así vanas veces ese día.Y esa noche, cuando se sentó en la galería con el tazón de arroz: ¿Qué demonios estás mirando? le preguntó. ¿Maestro? Ahora mismo.¿Qué estabas mirando? Nada, maestro Saukendar.34Él la observó cuidadosamente y levantó los palillos en su dirección. No me contestes así.Nada, maestro Saukendar.Tus ojos estaban abiertos.Estabas despierta.¿Qué demoniosestabas mirando?Ella se mordió el labio y no dijo nada. No me gustan los secretos, muchacha.¿No te he hablado de la honestidad? Me pediste que te enseñara laespada.Y yo te digo que no se trata simplemente de cortar, sea leña o sean cuellos.Hay obligaciones, hay quetener un comportamiento honorable.Ya es tiempo de que te lo enseñe.¿Quieres contestar mi pregunta? Notaba.notaba que perdéis el centro cuando no tenéis por qué, maestro Saukendar. ¿Qué le pasa a mi centro? Él la miró, ofendido, pensando primero que estaba loca y después que lo estabainsultando deliberadamente. Cuando usáis el hacha.Perdéis el centro. Claro que pierdo el centro, carajo.¿Te ha llevado tanto tiempo notar que estoy lisiado? No quise decir eso. ¿Y qué quisiste decir?Ella lo miró, tragó saliva y dijo: Cuando usáis el hacha.Y en muchos otros casos.Dais vuelta a la rodilla y al pie.No tenéis necesidad dehacerlo.Maldita insolente; las palabras se le atrancaron en los dientes; pero acababa de hablar de honestidad.Estabafurioso.Se preguntó, a pesar de la rabia, sobre esa dureza desagradable en la espalda que había empezado amolestarlo en el último año.¿Es la edad?, se preguntó mientras comía una cucharada de arroz.¿O es que ella tiene razón? No quise hablar sin permiso, maestro Saukendar.Él la miró con ojos furiosos.No dijo nada.Ella inclinó la cabeza y se comió su cena.Pero cuando Shoka salió a la galería, se preguntó sobre el asunto; cuando volvió a entrar, seguía preguntándose:trató de sentir la extensión del estiramiento de las piernas y la línea de la columna, y no sabía bien qué pensar.Se lo siguió preguntando al día siguiente; fue detrás de la cabaña y partió unos troncos, y diablos, sí, lo estabahaciendo, doblaba y encogía los dedos del pie del lado herido, y giraba la rodilla para proteger la pierna, no deldolor, sino del recuerdo del dolor.Esa era la verdad, la estúpida verdad.Dio un golpe al tronco con la pierna recta y sintió, no el dolor, sino un esfuerzo de músculos debilitados.Levantó la vista al notar una presencia junto a la esquina frontal de la casa y vio a Taizu que lo miraba.Mierda, pensó, y supo sin lugar a dudas que ella sabía por qué se le había ocurrido cortar la leña él mismo esamañana.Especialmente después de que ella desapareció con gesto culpable tras la esquina, como si no hubiera visto loque él hacía en la parte posterior.Shoka siguió pensándolo cada vez que hacía algo familiar: cuando llevaba los cubos, cuando trepaba losescalones de la galería, cuando se ponía de pie o se sentaba.Usó las dos piernas del mismo modo,deliberadamente, se obligó a hacerlo y supo, mierda, supo que ella era capaz de ver que ahora su maestrocaminaba mejor, y ella sabía perfectamente bien por qué.Uno tenía que ser honesto.Uno era un caballero.Uno no le pegaba a una porqueriza por decirle la verdad.Unoestaba incluso agradecido.Quería ir a cazar, digamos por tres o cuatro días, y no sentir esa mirada dura, calculadora observando si cojeabao no.Pero hubiera tenido que volver tarde o temprano, cojeando o no, con la costumbre corregida o no, y enambos casos, tendría a esa maldita chica mirándolo bien de cerca y sabiendo que había tenido razón.Así que uno trataba de no proteger esa pierna, eso era todo; uno se negaba a cojear incluso en una mañana fresca,cuando la vieja herida dolía.Iba hasta el establo, donde la chica no podía verlo, y practicaba los ejercicios que nohabía practicado en años, hasta que la pierna le dolía enormemente, hasta sentir dentera y calambres en laespalda, y entonces deseaba fervientemente tener una excusa para ponerse las compresas calientes; pero esotambién hubiera sido admitir que ella tenía razón.Y él se negaba a hacerlo.355 Viene un muchacho dijo Taizu, jadeando por la carrera colina arriba, sin pánico, sólo noticias; los doshabían estado esperando esa visita desde que el primer rojo había tocado las hojas. Escóndete dijo Shoka; eso también lo habían acordado antes.La aldea tendía a pasar chismes, había dicho él, cuando le explicó el asunto; y los chismes llegan a los caminostan rápido como los mercaderes, y es mucho, mucho mejor, si no pasa nada fuera de lo común.Que la aldeapiense que te fuiste.Que piensen que te eché como a los demás.Y Shoka pensó, repentinamente, recordando alos bandidos: por los dioses, que no sepan que tengo una muchacha aquí arriba.Porque se le había ocurrido de pronto que ella ya no era la huerfanita flacucha que había llegado a la montaña.,el cabello polvoriento y empastado, el cuerpo inclinado bajo la maldita canasta
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